Título: Hiedra.
Autor: Jordi Jané.
Ilustrador: Cati Palou.
Traducción: T. Ackermann Gefaell.
Editorial: La Galera. (Vela Mayor).
Año: 1986.
Esta vez en lugar de hacer un comentario sobre un libro voy a escribir directamente el contenido. Unos dirán que es violar los derechos de autor, en mi opinión es dar a conocer el cuento favorito de mi infancia. Puedes buscarlo una y otra vez, pero es un libro difícil de encontrar. Puedes comprarlo por internet, como casi todo en esta vida, pero las ilustraciones no son fáciles de conseguir.
No conozco a nadie más que lo tenga y solo conozco a una persona que se lo haya leído y fue porque yo se lo dejé. Por eso hoy quiero compartirlo con todos, porque es una pena que algo así caiga en el olvido y que cosas más insustanciales tengan tantísimo éxito.
Desde que me lo regalaron me lo he leído mil veces y, aunque han pasado ya muchos años y he crecido, me sigue pareciendo una gran historia que espero poder contarle a mis hijos.
No voy a poner todas las ilustraciones del libro, las que pongo son fotografías de mi ejemplar. Si alguien aprecia esta historia al descubrirla como un día hice yo, querrá tenerla en papel. Después de tantísimos años aun siguen oliendo sus páginas...
Espero que os guste.
HIEDRA
Hace ya mucho tiempo, entre las cumbres nevadas del Canigó,
vivían las náyades.
Las náyades, que también se llaman nereidas
y aun otros misteriosos nombres,
son unas hadas que viven en el fondo de los lagos y en las cuevas
que a veces se forman junto a los ríos.
Las náyades son unas hadas muy hermosas.
Las hay con los ojos verdes,
como las aguas quietas de una laguna.
Hay otras que los tienen amarillos,
como el trigo en el mes de Junio.
Y aun hay otras nereidas con los ojos tan azules
como el mar que se divisa desde la cima del Canigó.
A medianoche, las náyades salen de sus palacios
del fondo de las aguas y lavan su ropa al claro de luna.
Y se bañan en las aguas transparentes.
Y tienden la ropa sobre la hierba y bailan descalzas
y cantan unas canciones muy dulces y muy extrañas.
Sucedió que, en aquellos tiempos en que los condes catalanes
luchaban contra los moros para expulsarlos de la Marca Hispánica,
las batallas llegaron hasta el mismo Ampurdán.
Y más arriba aun,
a las motañas del Canigó.
Un valiente guerrero llamado Gentil,
hijo del conde Tallaferro,
en plena guerra se enamoró de una náyade.
Aquella náyade se llama Flordeneu.
Y era la nereida más hermosa de todas ellas.
Por culpa de su amor hacia Flordeneu,
el caballero Gentil perdió una batalla muy importante contra los sarracenos.
Y por ello unos monjes se instalaron en el Canigó
y echaron a las náyades de aquellos parajes solitarios.
Cuando las náyades vieron que tenían que dejar aquellas montañas
donde el aire es tan puro y las aguas tan cristalinas,
los ojos se les velaron con una inmensa tristeza
porque aquellas eran sus aguas, sus montañas,
su vida.
Y aun así cantaban en un susurro:
Flordeneu, vámonos
lejos del Canigó
como mariposas
que arrastra el viento.
Desde estas sierras
el viento nos llevará
a alguna isla
más allá del mar,
más allá del mar...
Flordeneu y su corte de náyades
se fueron del Canigó con lágrimas en los ojos,
unas lágrimas que parecían perlas, engarzadas en aquellos ojos tan bonitos
como el reflejo de la luna sobre el río
en las noches claras de primavera.
Las máyades salieron de allí en todas direcciones,
en grupos de tres, o cuatro, o cinco, o seis.
Unas cruzaron el Rosellón,
hacia la laguna de Salses,
allá donde Cataluña se hermana con Occitania.
Otras prefirieron atravesar el mar que baña Rosas
y volar hasta MAllorca.
Las náyades que llegaron a Mallorca
se quedaron a vivir en el fondo del Gorg Blau, que es una hoya profunda
que hay bajo el Puig Major, camino de Sóller.
La nereida de Bañolas
se llevó unas cuantas
a unas cuevas cercanas al lago.
Cada grupo de náyades tomó un camino distinto
y el Canigó se quedó vacío de risas y de cánticos y de danzas y de juegos.
Pero hubo un grupo de siete náyades que,
camino de la llanura de Ampurdán,
se detuvo unos momentos junto al castillo de Les Escaules,
en un espeso bosque de encinas centenarias.
Perfumadas con el romero, las náyades quisieron despedirse
de su querido Canigó, que así, desde lejos, se les presentaba
como una joya coronada con la plata brillante de la nieve
bajo los rayos del sol de aquel Pirineo tan límpido.
Con la cinta del río Muga a sus pies,
contemplaron el ampli paisaje que todavía hoy se ofrece a nuestra vista
desde el castillo:
de la sierra de la Albera, que besa el mar en Rosas,
hasta Requesens y Bassegoda. Y a lo lejos,
como dominando el mundo,
la cima del Canigó, su montaña,
la montaña donde vivían tan felices
entre sus aguas de cristal
y con sus canciones perfumadas de estrellas nocturnas.
Su nostalgia era demasiado fuerte.
La náyade Hiedra -que se llamaba Hiedra porque tenía los ojos verdes como la hiedra que crecía junto al lago donde había vivido siempre- era la reina de aquel vuelo de nereidas.
Las llamó, y las reunió en un calvero entre las encinas:
- Albaria, Gridela, Naya, Iris, Violal, Mirta,
venid todas. Venid que os explicaré mi plan.
Ya que nos han echado del Canigó,
he decidido que no nos vayamos más lejos.
Hemos de verlo a diario, al Canigó. Es nuestra montaña,
nuestra vida, nuestra fuerza.
Debemos conquistar el castillo de Les Escaules,
porque viviendo aquí
no estaremos separadas del Canigó.
Si se enamora de nosotras algún soldado del castillo, el castillo será nuestro,
y el Canigó continuará dándonos nuestra fuerza de siempre,
aunque solo sea de lejos.
Y las siete náyades buscaron un sitio cerca del agua
para hacerse un palacio.
A la orilla de la Muga, bajo el sendero de los Sarrios, encontraron una cueva
que aún hoy, si un día vais por allí,
os dirán que es la Cueva de las Náyades.
Es una cueva que da sobre la Muga,
que por aquellos parajes corre con las aguas frescas,
transparentes y tranquilas.
Pronto tuvieron a punto un pasadizo subterráneo
que iba a parar al castillo de Les Escaules.
De esta manera
podían espiar e ir y venir del castillo
sin que nadie las viera a ellas.
Y así fueron pasando los años.
Probablemente ya sabéis que, para las náyades,
que son hadas,
los años pasan de un modo muy distinto que para nosotros.
Las náyades pueden vivir centenares y centenares de años
sin que la menor arruga ensombrezca sus caras hermosísimas
y sin que el paso del tiempo
quiebre un solo instante el cristal transparente de su voz.
Una noche de invierno
-una de esas noches de luna llena del Ampurdán,
que tienen aquella luz tan sutil que las montañas y los árboles
y los caminos y las rieras parecen recortados sobre el cielo,
y es como si estuviesen arropados por un mar de plata invisible-,
una de esas noches de luna llena,
la náyade Hiedra remontó un torrente
que nace en una fuente de agua tibia llamada Caula,
cerca del castillo.
Aquella noche, Hiedra iba sola.
Y se bañó en la pequeña laguna,
que en aquel tiempo era mucho mayor que en nuestros días.
Una encina crecía al borde del agua. Todavía hoy sigue allí.
Crece un poquito vencida sobre la laguna
y sus cuatro ramas,
que se yerguen casi a ras de tierra,
en las noches de luna se posan sobre el agua tibia,
con la magia que tienen las sombras chinescas.
Hiedra se había bañado en aquellas aguas tibias, que brotan del fondo
y que suben mezcladas con pequeñas burbujas
que al llegar a la superficie estallan en reflejos de luna.
Ahora bailaba una dulce melodía,
los cabellos adornados con flores
y verdes guirnaldas sivre su pecho suave.
Y en aquel momento apareció un muchacho que iba por agua.
Era Guillem de Rocabertí, el hijo del señor del castillo.
Cuando Guillem vio a aquella joven tan hermosa
bailando descalza sobre la alfombra de helechos,
se quedó fascinado.
Y lo mismo le sucedió a la náyade Hiedra al ver a aquel muchacho
con el pelo rubio hasta los hombros y aquel aire tan dulce y gentil.
- ¿Eres acaso un guerrero?
- A la fuerza. Los Rocabertí somos los señores del castillo,
y ahora estamos en guerra contra los de Llers
porque quieren convertirnos en sus vasallos.
Hace ya tiempo que nos tienen asediados en el castillo.
Por eso tenemos que salir por agua de noche,
porque los soldados del barón de Llers sólo nos atacan de día.
Se quedaron mirándose largo rato en silencio. Sobraban las palabras.
El joven Guillem de Rocabertí y la náyade Hiedra
se habían enamorado profundamente,
con la profundidad azul de las lagunas perdidas entre montañas.
Cuando Guillem se fue de vuelta hacia el castillo de Les Escaules
con los cántaros llenos de agua,
Hiedra se quedó sola bajo el rayo de luna
que le iluminaba los cabellos
y la reflejaba en el cristal templado de las aguas.
Hiedra miró la silueta oscura del castillo
y, por primera vez desde que habían llegado a aquellos parajes,
vio claramente que ella y sus seis náyades
iban realmente a ser las señoras del castillo de Les Escaules.
A la mañana siguiente, la nereida Hiedra volvió a la Caula
para cantarles canciones a las estrellas.
Y Guillem volvió a llenar las jarrras. Y aquella noche
también se miraron profundamente a los ojos y hablaron largo rato.
Y durante largo rato no se dijeron nada.
Y así a la noche siguiente. Y a la otra. Y a la otra.
Y a la otra.
Hasta que llegó un momento
en que la náyade Hiedra y Guillem se necesitaban tanto
que ya no podían esperar todo un día
para volverse a ver sólo un momento por las noches.
Por fin, una noche Guillem dijo:
- Quiero que vengas a vivir conmigo al castillo.
No será una vida tranquila, pero la guerra se acabará pronto
y nuestro castillo será el palacio más bonito del mundo
si tú quieres estar conmigo.
- Guillem,
yo solo deseo estar contigo. Pero debes saber una cosa:
yo no soy una mujer como las otras. Yo soy una mujer de agua,
una náyade.
Y unas veces estaré contigo y otras desapareceré
para ir con mis náyades
y reir y cantar al claro de luna, abajo, en la Muga.
Para que todo vaya siempre bien entre nosotros,
no debes decir nunca a nadie que soy una náyade.
Si algún día lohaces,
desapareceré de tu vida y no me encontrarás nunca más.
Guillem aceptó las condiciones de su amada.
Y a partir de aquella noche
Hiedra fue la señora del castillo de LEs Escaules.
Pasó el tiempo. Y la guerra seguía.
Y una noche oscura como boca de lobo,
cuando Hiedra y sus náyades volvían de su baño nocturno,
venían tan risueñas y juguetonas
que despertaron con sus risas a los soldados que asediaban el castillo.
Y los soldados de Llers decidieron, por primera vez,
hacer un asalto a medianoche.
Guillem se despertó sobresaltado
y tuvo miedo por Hiedra.
Salió a buscarla, pero los de Llers le estaban esperando
y le capturaron.
Y teniéndolo a él pudieron conquistar el castillo de Les Escaules.
Guillem yacía, atado y apaleado,
al lado de sus soldados, prisioneros todos
en la torre de su propio castillo.
Y entonces entró Hiedra por el pasadizo secreto
que solo conocían ella y Guillem.
Y Guillem, sin pararse a pensar ni un momento
en la gran suerte que tenía de recobrar a su amada,
le gritó:
- ¡Tú has tenido la culpa!
¡He perdido el castillo por culpa de una náyade!
- Recuerda lo que me prometiste, Guillem.
Nunca debías llamarme náyade en presencia de otra persona.
Ahora todo ha terminado. Debo irme lejos. Muy lejos.
Puede que no me encuentres jamás. Pero, por lo mucho que te he querido,
te daré una oportunidad.
¿Ves esta piedra? Tiene siete caras. Cada una de las siete caras tiene un sonido
y es el símbolo de un viento:
Levante, Siroco, Mediodía,
Ábrego, Céfiro, Mistral
y Gregal.
Falta la Tramontana, que siempre vive en el Ampurdán
y no puede irse nunca de aquí.
Ahora desapareceré por la cascada de la Caula.
Y cuando esté entre la espuma,
soltaré la piedra de los siete vientos
y de los siete sonidos.
El agua arrastrará la piedra hacia la Muga. Y la Muga
se la llevará hacia el mar de Rosas. Y una vez en el mar,
la piedra de los siete sonidos y los siete vientos
se mecerá en cada uno de los siete mares de este mundo.
Busca esta piedra. Búscala toda la vida.
Si un día la encuentras, volverás a encontrarme
y quizá volvamos a ser felices.
¡Han pasado tantos años,
desde aquella noche terrible en que la náyade Hiedra huyó
por la cascada de la Caula!
Quizá nunca sabremos si Guillem de Rocabertí
ha encontrado la piedra de los siete sonidos y los siete vientos
y si ha encontrado asú a su náyade Hiedra.
Pero si algún día vosotros
caminando cerca de la Muga
o paseando por las marismas del Ampurdán, cerca del mar de Rosas,
encontráis una piedra de siete caras, apretadla con las manos
y cerrad los ojos.
Tal vez entonces escuchéis unos cantos lejanos,
unas frágiles voces de cristal que vendrán del fondo de las aguas,
allá de la Cueva de las Náyades.
Serán las voces de las seis nereidas
que lloran el amor perdido de Guillem y la náyade Hiedra,
la de los ojos verdes como la hiedra silvestre
que crecía junto al lago donde había vivido siempre.
Ahora,
por las paredes derruidas y solitarias del castillo de Les Escaules
trepa una hiedra de un verde muy transparente.
Es el espíritu de la náyade Hiedra,
que espera paciente la vuelta de Guillem de Rocabertí
para fundir sus miradas
con las nieves blanquísimas del Canigó.
FIN
Utopía Crítica.